Hola, ¿cómo estás hoy?
Yo estoy feliz y agradecida por volver a escribirte. Esta es la segunda carta desde mi regreso a este formato, y me entusiasma que estés del otro lado, recibiéndola con tiempo y presencia.
Hoy hay más de 15 almas nuevas sumándose a este viaje, que llegaron después de mi primera carta y de las historias que compartí en Instagram sobre eso que tanto me viene resonando en mis últimos años: sentirme en casa, volver a casa.
✨ Partículas para volver a casa (así se llaman estas cartas) son partecitas de mi propia búsqueda. Fragmentos que voy encontrando en mi día a día, en mi historia, en mi maternidad, en mi creatividad y en mi deseo profundo de vivir con más calma y consciencia. Partecitas que elijo compartir con vos, para que también te animes a encontrarte, a detenerte, a escuchar qué es eso que te pide tu corazón ahora mismo.
Partículas para volver a casa es mi forma de ofrecernos un refugio en palabras. Un espacio que se abre cuando tiene que ser: sin presiones, sin algoritmos, sin urgencias. Un lugar donde podamos respirar juntas y recordarnos que siempre es posible regresar a nosotras mismas.
Estas cartas no tienen una frecuencia fija. No tienen fecha de envío ni calendario que las marque. No tienen apuro. Y cuando te las comparta, tampoco quiero que sientas que tenés que leerlas ya. Quiero que te des el permiso de encontrarte con mis palabras cuando sea tu momento. Podés leerlas de corrido, en partes, o incluso como un oráculo al azar.
¿Sabías que mis cartas no nacen de un solo tirón? A veces sí, pero la mayoría se escriben de a poco. Siento algo que necesito compartirte y empiezo a escribir entre mates, interrupciones, pausas, actividades, caminatas. Vuelvo a ellas, las corrijo, las reescribo. Las cuido como se cuida un jardín: con paciencia, con dedicación, con la certeza de que cada palabra necesita su propio tiempo. A veces son abrigo, otras veces son mapa. Siempre son refugio.
Por eso me gusta que vos elijas cuándo y cómo querés que Partículas para volver a casa te acompañe. Porque estas cartas nacen de eso: de escuchar nuestro ritmo interno y honrar cada paso. No quiero crear solo para una métrica o un algoritmo. Quiero escribirte desde un lugar sincero. Y que vos también te sientas invitada a leerme desde el deseo, no desde la obligación.
¿Vos también sentís que crecimos con la idea de que siempre hay que estar cumpliendo, corriendo, rindiendo para el afuera?
Esa es la sensación que estoy aprendiendo a soltar desde que salí del puerperio. Desde que paso días en soledad cuando mi hijo está con su papá. Sin demandas constantes de atención y cuidado (propias de una infancia como la suya), puedo volver a preguntarme qué necesito, qué deseo, qué quiero crear. Así empecé a practicar vivir a mi ritmo y a rodearme de personas que también viven al suyo. Para que, cuando compartimos, lo hagamos desde el respeto y la sincronía. Mi casa hoy está habitada por esa elección: la de no perseguir tiempos ajenos o impuestos. Y así también son estas cartas.
¿Alguna vez escribiste cartas?
Yo escribo cartas desde antes de saber escribir. Con mi mamá teníamos un ritual: todas las tardes nos sentábamos en la mesa del living a dibujar. Así nacieron mis primeras cartitas para mis abuelos. Al principio eran garabatos, dibujitos, stickers. Después empezaron a aparecer las palabras. Les escribía cuando no los veía por unos días (aunque pasaban por casa casi todas las noches a saludarnos antes de la cena). A veces se las entregaba en mano; otras, mamá me acompañaba al correo para enviárselas y que les llegue a su casa. Era lo más emocionante de mi infancia literaria: prepararles regalitos en papeles, contarles que los amaba, y todo lo que habíamos hecho con mis hermanas en el tiempo sin vernos.
Cuando aprendí a escribir bien, con Yane (mi primera amiga, con quien nos conocimos cuando teníamos 2 años) empezamos a dejarnos cartas en el buzón de nuestras casas. Éramos vecinas y todos los días nos encontrábamos para jugar juntas. Hace poco nos reencontramos en Buenos Aires. Ahora ella es mamá de una nena de casi cuatro. Abrazarnos, ver a nuestros hijos jugar, es como ver a nuestras niñas interiores felices. De chicas inventábamos mundos, nos contábamos todo por escrito. Muchas de las cosas que soñábamos, hoy son parte de nuestra realidad: los hijos, la docencia, los libros, la escritura.
Las tardes mágicas de cartas y juegos se terminaron cuando tenía 10 años. Mis papás se separaron y esa ruptura lo cambió todo. Nuestra casa (donde hasta entonces vivíamos mamá, papá, mis dos hermanas y yo) dejó de ser nuestro refugio. Fue una etapa muy triste, a la que le puse voz muchos años después escribiendo y hablando en terapia.
Mi papá nos llevó a vivir a dos casas: la casa de sus primos y la de mi abuela paterna, que quedaban a media cuadra entre sí, pero muy lejos del barrio donde nací y crecí. Algunos días dormíamos en una casa, otros en la otra. No teníamos un lugar fijo. Tuvimos que sobreadaptarnos a espacios ajenos, con rutinas que no eran nuestras. Mi mamá también se mudó a otro lado, y yo pasaba los días extrañándola. Odiaba esa nueva realidad. Quería volver con ella, a mi casa, a mis rutinas, a mi escuela, a estar cerca de mis amigas.
Durante la semana, los adultos nos separaban a mis hermanas y a mi “para cuidarnos mejor”: una se quedaba en lo de los primos, las otras dos en lo de mi abuela. Casi nunca estábamos las tres juntas, y eso era muy triste. Tampoco veíamos mucho a mi papá, que en esa época tenía tres trabajos. Me hacía la fuerte para cuidar a mis hermanas, que son más chicas que yo. Y porque cuando me veían llorar los adultos me retaban, me decían que si estaba triste mi papá iba a ponerse mal. Y por dentro empecé a sentirme cada vez más sola e incomprendida.
Pero existía un solo lugar donde sí podía refugiarme y ser sincera con lo que me pasaba. Cuando encontraba un momento libre de la mirada de los adultos, me escondía a escribir. Guardaba mis escrituras siempre conmigo pues mi peor terror era que alguien me leyera, incluso las llevaba al colegio para no dejarlas a solas nunca. Escribía cartas para mi mamá, diarios íntimos que todavía conservo, notitas para Yane que le entregaba los fines de semana, cuando iba a la casa de mis abuelos maternos, en el barrio donde crecí.
Esos fines de semana eran mi salvación. Ahí abrazaba a mamá, le daba mis cartas y dibujos, pasaba tiempo con mis abuelos, con mis amigas, le entregaba las notitas a Yane. También disfrutaba de estar con mis hermanas en un mismo espacio, las tres juntas al fin. Los recuerdos más felices de esa época, los viví los fines de semana porque esos días volvía a ser yo.
Y aunque todo eso fue muy duro, no todo fue oscuridad. Eso es algo que estoy aprendiendo a ver desde aquella apertura de Registros Akáshicos que te conté en la carta anterior: estoy reescribiendo mi historia, buscando también las luces, las pequeñas partes donde sí hubo amor y sostén. Porque estuvieron. Claro está quienes eran las luces durante los fines de semana. Pero en la semana hubo una luz más que se encendió en mi vida y fue Sol.
Sol era una vecina de los primos de mi papá. Nos hicimos amigas en un cumpleaños, a mis 13. No sé bien cómo fue, pero un día empezamos a escribirnos sin parar. Yo iba a la secundaria, ella a la facultad; nos contábamos todo por carta. Nos veíamos casi todos los días y, entre mates, siempre había una carta esperando a la otra, como si estuviéramos sosteniendo un diario compartido. Con ella, entre su casa y la casa de la familia de mi papá, construimos un puente invisible que me hacía sentir menos sola. Todas esas cartas todavía las tengo, a pesar de las más de 15 mudanzas que llevo encima en mis 33 años. Son pequeños tesoros que me recuerdan que casa también son los vínculos, esos hilos invisibles que nos sostienen a través del tiempo.
Y es que, pensándolo bien... ¿Qué es casa? ¿Es solo un lugar fijo? ¿O es ese espacio que vamos tejiendo con los vínculos que nos acompañan? Tal vez casa es eso que reconocemos cuando nos sentimos perdidas. Tal vez es ese rincón adonde volvemos cuando todo lo demás se desordena.
Siento que escribir es, en parte, volver a casa. Como cuando era chica y encontraba en las cartas una forma de estar cerca de quienes quería y sentirme acompañada y querida. Como ahora, que sigo volviendo una y otra vez a la hoja en blanco para estar conmigo. Y, como estoy haciendo en este momento, escribiendo esta carta para encontrarme con vos.
Cuando tenía 14 años, mi papá compró una casa y por primera vez, después de mucho tiempo, volvimos a vivir los cuatro bajo un mismo techo. Después de años de ir y venir entre casas prestadas, al fin teníamos un lugar propio. Mi rincón favorito era la habitación que compartía con mis hermanas. Pasaba horas entre cuadernos, libros y cartelitos de colores con frases que decoraban las paredes de mi hogar, de la escuela a la que asistía y de las personas a las que amaba. Incluso en esa casa, mi lugar feliz seguía siendo la escritura.
Escribiendo también me animé a decir lo que durante mucho tiempo no había podido nombrar: en la casa de los primos de mi papá sufrí abusos sexuales. Nadie lo había visto, claro, porque se ocupaban de “dividirnos para cuidarnos mejor”. Pero yo lo había vivido. Y fue después de una jornada de ESI en la secundaria, cuando entendí que eso que había dejado huellas en mi cuerpo tenía un nombre. Esa noche, le escribí una carta a una persona que era muy importante para mí en la que le compartía lo que me había sucedido tantas veces y quiénes lo habían hecho. No podía hablarlo en voz alta: tenía un nudo en la garganta, pero escribir de a poco me empezó a devolver el aire. Gracias a esa confesión, una red de apoyo se activó y, a los 16 años, empecé terapia. Mi niña herida necesitaba un lugar seguro para contar su historia y empezar a sanar. Nunca más volvimos a esa casa. Ponerlo en palabras fue doloroso, pero necesario para salvarme. Por años me hicieron creer que el silencio era lo que iba a salvar a mis hermanas, que tenía que callar para que a ellas no les pasara lo mismo. Pero no, el silencio no era lo que iba a salvarnos. Lo que nos rescató fue la palabra.
A los 16 o 17 además de cumplir con mis tareas de la escuela, ayudaba a mis hermanas a hacer las de ellas. Muchas veces no podía salir o ir a danza porque “¿quién se iba a quedar con las chicas?”. Sin darme cuenta, asumí que mi lugar era cuidar a otros… aunque nadie se ocupara emocionalmente de mí. Cuando todos dormían, yo me quedaba escribiendo. Era el único lugar donde podía ser sincera. En mis cuadernos, en las cartas que compartía con amigas, siempre fui quien soy.
Cuando terminé la secundaria, elegí estudiar el Profesorado de Educación Inicial. Mis horarios cambiaron y compartir habitación con mis hermanas se volvió difícil: yo quería estudiar cuando ellas dormían, y dormir cuando ellas estaban activas. Así que, cuando empecé a trabajar, me mudé a la casa de mis abuelos maternos. Ahí, más cerca de mi mamá, de la facultad, de danza, de mis amigas y de un espacio donde por fin sentía que me cuidaban. Todos mis seres queridos se movilizaron para que yo pudiera recibirme. Muchas noches se quedaban conmigo sin dormir, armando materiales o ayudándome a estudiar. Por eso, el día que me recibí sentí que ese logro no era solo mío: fue un triunfo en comunidad. Un acto de amor.
Tiempo después, alquilé mi primer departamento sola, en Belgrano. Por primera vez sentí una calma nueva: la de abrir la puerta y saber que ese espacio era solo mío. Lo habité rodeada de todas las personas que amaba. Trabajaba como docente dos en escuelas cálidas con un grupo humano hermoso que me sostenía. Todo era armonía, mi casa, mi familia, mi trabajo. Pero adentro mío seguía latiendo algo más: un llamado profundo a vivir distinto.
No lo supe hasta que en 2017, viajé con mis hermanas a Merlo, San Luis, y ahí algo cambió. Conocí un tiempo nuevo: lento, amable, verdadero. Por primera vez sentí que podía volver a mí. Cuando volví a Buenos Aires sentí que yo ya no estaba ahí. Volví a mi casa, a mi rutina, a mi vida pero estaba completamente apagada. Las cosas que antes me importaban ya no tenían el mismo sentido. Algo se había abierto en mi interior para siempre.
En 2018, me animé a ir detrás de lo que mi corazón pedía. Sin muchas explicaciones, desarmé todo lo que había construido y me fui de viaje con una mochila. Recorrí otras ciudades, otros países, sin mapa fijo, dejándome guiar por la intuición. Y mientras me movía por fuera, también comencé a moverme hacia adentro. En hostels, habitaciones compartidas y cuadernos llenos de lágrimas, descubrí que cuanto más viajaba, más se activaban dolores que no sabía que cargaba: heridas de abandono, rechazo, abuso. Actuaba sin entender por qué, reaccionaba desde lugares oscuros, hasta que empecé a reconocer lo que dolía y a ponerlo en palabras. Volví a las cartas. Me animé a decir todo aquello que había callado. Me expresé con honestidad, con temblor, con amor. Y así nació Partículas de un viaje: mi blog, mi casa de palabras, el primer refugio que me construí escribiendo la verdad.
La escritura fue la llave que abrió cada espacio seguro de mi vida. Aun cuando no sabía bien a dónde iba, siempre supe que podía volver a las cartas. Ellas fueron mi hogar cuando no lo encontraba afuera. Y fue desde esas cartas, desde esa voz íntima, que nacieron también mis primeros talleres de escritura. Lo que empezó como una forma de compartir mis procesos, se convirtió en un espacio vivo, colectivo, que aún hoy sigue creciendo. Talleres que fueron refugio para muchas… y también para mí.
Cada vez que acompaño a otras mujeres a escribir y a explorarse con amor, vuelvo a sentir que esa también es una forma de estar en casa. Una casa que se construye cuando nos animamos a decir la verdad y dejar de escondernos. Una casa que se teje en red, entre palabras, escuchas y silencios que abrigan.
Hoy, después de tanto andar (y de haber creído que iba a querer vivir viajando toda mi vida, sin un lugar fijo), empiezo a sentir que tengo ganas de enraizar. Fueron 7 años intensos de viaje, sí… incluso viajé embarazada y también con mi bebé desde su primer mes de vida. Pero ahora deseo quedarme. Lago Puelo, desde donde te escribo esta carta, me sostiene con sus cerros y su ritmo lento.
Llegué a este lugar con mi hijo de diez meses. En pleno puerperio, desordenada, con heridas a flor de piel. Venía de intentar formar una familia y de casi destruirme en el intento. El vínculo con el papá de Aure me enfrentó con mi herida más profunda de la infancia. Y aunque muchas veces sentí que el dolor me iba a desbordar, no escapé. No huí. Me separé. Me quedé conmigo. Me materné, mientras maternaba. Nos di una casa. Nos hice refugio. Permanecí en la sombra más oscura de mí misma, y supe alumbrarla con lo que tenía a mano: la escritura… y una red de sostén que fui creando, paso a paso, para no soltarme.
Hoy, un año y medio después, nuestra vida empieza a acomodarse. Y por primera vez en mucho tiempo, respiro hogar.
Acá es donde reconozco que sí, mi historia fue difícil. Pero el pasado no me define: lo que me define es lo que elijo hacer con él.
Acá es donde, cuando el pasado duele, ya no me torturo: lo abrazo con las partecitas lindas que también existieron.
Acá es donde entiendo que todo el camino recorrido —el que te conté en esta carta— me trajo hasta hoy. Hasta vos. Y por eso agradezco mi vida. Porque nada fue en vano. Todo tiene un sentido más profundo.
Y por eso, sé que estoy en casa.
Ahora sé que yo soy mi casa. Y que, si soy hogar para mí, puedo habitar este presente con amor.
Mi casa es todo eso que me cuida y que yo cuido.
Es la escritura.
Es criar a mi hijo y verlo crecer cada día en plenitud.
Es el calor del mate entre mis manos.
Son los espacios que sostengo con amor.
Son las cartas que siguen naciendo desde mí.
Mi casa también es este momento que compartimos, cuando abro un refugio en palabras y vos decidís habitarlo conmigo.
✨ Bienvenida a casa. Ponete cómoda. Porque este es solo el comienzo.
💌 Pero antes de cerrar, quiero invitarte a escribir juntas:
¿Qué significa para vos “casa”?
No solo como lugar físico, sino como estado interno, como refugio, como vínculo, como verdad. Podés escribirlo como carta, poema, imagen, recuerdo. Lo que salga. Y si sentís compartirlo conmigo, sabés que me va a emocionar leerte.
🖋️ Y si sentís que es momento de explorar la escritura como forma de volver a vos misma, quiero invitarte al próximo taller grupal de escritura expresiva y autoexploración que voy a brindar durante julio:
✨ El hogar en lo cotidiano
Un espacio para escribir desde lo real.
Una oportunidad para hacer de lo mínimo una fuente de belleza.
Un taller de escritura para habitar lo cotidiano como un verdadero refugio.
Comenzamos este martes 1 de julio
📅 Martes de 19 a 21 hs .
🪷 Modalidad online, grupal e íntima. Por Google Meet. Solo hay 3 cupos y 1 ya está ocupado.
🌿Tenemos grupo de WhatsApp para compartir la escritura en tribu.
💌 Vas a recibir propuestas de escritura, lecturas, sostén, inspiración, guía y comunidad
🛒 Podés reservar tu lugar en el taller de escritura desde este link:
👉 [desde Argentina]
👉desde el exterior, haciendo click acá y enviando el monto del taller 100 USD
Quedan 2 lugares.
Una vez que realices el pago de tu cupo, enviame el comprobante por WhatsApp haciendo click acá, así te doy acceso al grupo del taller y te paso los links de los encuentros.
Este taller no es solo para escribir. Es para volver a vos, para encontrarte entre las palabras, para hacer espacio a tu verdad.
Si te gustaría:
🌿encontrar un espacio en calma en tu día a día
🌿escribir sin juicio
🌿expresar tu verdad en un espacio seguro
🌿 sentirte acompañada y reconocida
este taller es para vos.
💬 Y si tenés dudas sobre el taller, o no estás segura de sumarte por algún motivo, escribime acá para preguntarme lo que quieras saber sobre este espacio que ya está abierto desde principio de año y hoy abre las puertas para vos.
Gracias por estar ahí.
Gracias por leerme.
Gracias por seguir compartiendo el viaje.
Me emociono hasta las lágrimas, gracias por compartirte!
Que preciosa carta , feliz también de ser parte de ella , de tus recuerdos, de ser parte de tu vida, tantas cosas que vivimos juntas, tantos mates entre cartas y agendas cuadernos.. que lindo ser parte de tu hogar..te quiero mucho